Golpetea la
mesa y mira algún punto perdido en los arabescos del mantel. La pera y la punta
de la nariz parece que en algún momento se le van a juntar. La boina
apelmazada, el pantalón 20 centímetros arriba del ombligo. Y esa mirada
perdida, que de pronto se posa en mí. El repiqueteo va in crescendo,
y tapa la voz plomiza del narrador de la tele.
Le suplico: “basta,
por favor”. Silencio breve. Me sigue
mirando. Levanta despacito y de a una las yemas de los dedos: vuelve a
tamborilear sobre el hule, desafiante. Así me desafía, porque ya no puede darme sopapos. No le queda otra,
porque tengo un vocabulario capaz de responder y superar cada una de sus puteadas. En silencio y
con bronca repiquetea sobre la mesa. Se escuda en sus 89 años, en la impunidad que
le otorga la vejez. Quienes no lo conocen suelen decir "pobre viejito".
Le exige
–como siempre- atenciones a la abuela, no deja a nadie tomar un mate en paz, y
maltrata a todos –costumbre que conserva desde que tengo memoria. De vez en
cuando, también abre la boca para jactarse de su sangre vasca, para decir que las
“muchachas” se enamoran de sus ojos verdes, o para recitar guarradas en
guaraní. No tiene Alzheimer, está demente, pero sabe bien cómo hacer rabiar a la gente y lo disfruta.
Me llama
despectivamente, con mala intención. Cuando estaba bien de la cabeza también lo hacía,
se burlaba de mí hasta que fui adolescente y comencé a responderle. Siempre
tenía mal semblante, y puteba porque alguien le sacó una herramienta, o porque
lo molestaba el perro, el gato, la tortuga, o la cercanía de cualquier ser
viviente, en especial si se trataba de alguno de sus 16 nietos. Le molestaba
que los chicos jueguen y cuando no estaba durmiendo hacía todo lo posible para
interrumpir la más inocente recreación que pudiéramos tener. Despotricaba, castraba, castigaba: así era Piliti.
Mis buenos
recuerdos a su lado son tres: cuando me llevaba a la “placita del tobogán
bajito”, cuando me daba rhodesias a cambio de un cantito, y una vez que nos
regaló zapatillas a mi hermano y a mí.
En cambio,
ninguno de sus recuerdos –malos ni buenos- están emparentados con nosotros. O
por lo menos, nunca me contó una historia en la que intervinieran la abuela, mi
madre, mis tíos, o alguno de los nietos.
Cuando
recordaba, era como si monologara. Fui testigo de varios de esos monólogos cuando
era chica; monólogos muy breves que ni mamá, ni la abuela habían escuchado.
Conmigo no se sentía observado, quizás me percibía como algo más que un potus,
como si fuera uno de esos borrachos perdidos que lo acompañaban en las
pulperías de Feliciano, que no emitían palabra y apenas prestaban atención a lo
que decía.
Pero yo sí
escuchaba. Escuché que al tatarabuelo lo mató un malón en el norte
entrerriano. Escuché que el bisabuelo era maquinista ferroviario y murió en
un manicomio, cuando Piliti tenía 6 o 7 años. También escuché que al
enviudar, la bisabuela se volvió a casar y a él lo mandó a vivir con unos
parientes a Corrientes, quienes lo hacían trabajar y nunca le dieron un par de
zapatos. Su único juguete era una pelotita de goma.
Uno de los datos
que más recuerdo, aunque él lo contó como al pasar, fue cuando se enfermó. No
tenía más de 10 años y le salió una protuberancia en el abdomen. Sus tíos –o no
sé qué tipo de vínculo lo unía a esos parientes- lo mandaron a una
curandera. Completamente solo, recorrió varias leguas a pie. Cuando llegó a lo
de la mujer, ésta le frotó un mate vacío sobre el abdomen, dijo unas oraciones
y lo mandó de regreso. Al día siguiente, la protuberancia había desaparecido.
Supe que fue
obrero en una fábrica en Rosario, y que volvió a Feliciano un año antes del
golpe del 55’. Fue militante peronista y andaba armado en la época de la
llamada “Revolución Libertadora”.
También me
contó que una vez vio un fantasma, pero que la aparición lo ignoró, y siguió
caminado sin dirigirle ni una mirada. Escuché además que con un grupo de
amigotes cagaron en la puerta de un rancho en el que había un baile al que no
los habían invitado, y que todos los paisanos se encacaron los pies al zapatear.
Esas cosas me las dijo alguna vez, no hay forma de que yo las haya inventado. Estoy segura, aunque muchos no me crean o digan que
estoy confundida. Y mientras pienso en todo eso, me olvido -por un momento- de
lo mucho que me enerva el repiqueteo sobre la mesa y de lo extraño que me parece
que los demás amen a sus abuelos.