Frase odiosa, si las hay. Y, ¿cuántas veces la oí dirigida hacia mi persona? No sé, ya perdí la cuenta. Desde mi más tierna infancia, padres, abuelos, tíos, maestras y otros adultos metiches invirtieron buena parte de su tiempo en recordarme lo feo que me quedaba todo. Como si cada comportamiento fuera una prenda ultra ajustada, que mi personalidad rechoncha se empeñaba en calzarse, sin mirarse en el espejo.
Cada vez que la escuchaba, deseaba con toda el alma haber venido con un pito incluído. El pene era un free pass que habilitaba a su portador a tener moretones en las piernas; defenderse de un agresor a las piñas; jugar con autitos; negarse a usar ropa en tonos pastel con puntillas y moños; escupir en público; ser "bocasucia"; jugar al fútbol y hacer todo tipo de cosas divertidas y osadas, sin ser reprendido por los grandes.
Eso estaba bien para un "varoncito" -¡diminutivo detestable, grrr!-, pero no para mí. Mi destino era otro: en un rincón me esperaba la blonda Barbie con su sonrisa estática (que, en medio de un arranque de ira, me encargaría de desdibujar con una trincheta), para enseñarme a ser linda. Ya en esos tiempos vislumbraba yo las contradicciones y las frustraciones que a muchas produciría el no ser altas, rubias, perfectas, sexys ni tener las inalcanzables tetas duras de Barbarita.
Más allá, en otro rincón, ollas y utensilios de cocina en miniatura, para que me vaya haciendo a la idea de que en un futuro debería cocinar para el Yolibell y su padre ausente, que en cualquier momento llegaría del trabajo, pero que no repararía en el maquillaje de mentiritas con el que esmeradamente me decoraría la cara, poniendo en práctica las enseñanzas tácitas de la rubia tonta.
Para colmo de males, estaba sola. No tenía huestes rebeldes que me acompañen en mi cruzada contra la estupidez feminoide. Las demás nenas estaban contentas -o resignadas-con los regalitos sosos que les traían Papanuel y la tía Mirna; querían jugar con ellos.
Entonces, la única forma de escapar al mandato social era simplemente ignorar -o destrozar- los juguetes configuradores de boludas totales. Mi salvación: un block de hojas, lápices de colores, instrumentos musicales, libros. Pero, sobre todo, mucha imaginación. Y horas de TV.
En mi cabeza no había lugar para tíos intrometidos que se burlaran de mis andanzas como John, el detective. Tampoco me dirían "La Varonesa" -así, con v-, como solían llamarme, por transformarme en Leonardo, comer pizza, y vivir en una alcantarilla junto con una rata zen. Sin mencionar que mi cuerpo se correspondería con el de una ninja tortuga adolescente mutante que lucha contra el mal.
Y así, entre lo genial, lo retorcido y lo bizarro, me fui desviando solita hacia horizontes más prometedores, comenzando a entender que una puede hacerse su propio free pass sin necesidad de lo fálico. De a poco, iba dejando de importarme lo que dijeran los grandes. Me negaba a ser otro chicle rosadito pegoteado en la vereda de los estereotipos prefabricados.
Reconozco que luego, cuando llegué a la etapa adolescente-insegura-pelotuda-que-quiere-parecerse-a-la-manada-de-losers-que-tiene-por-compañeros, lamenté en algunas oportunidades el no haber adherido a la filosofía Barbie Girl. Y el parecerme más a Daria Morgendorfer (no tengo ganas, ni tiempo de explicar. Gugleen!), con todo lo que eso implica, no me facilitó las cosas.
Afortunadamente, lo teenagers se nos quita en poco tiempo -excepto a la madre de la finada Yomina Ran, a quien cambié el nombre para no herir susceptibilidades de la gente bien. En fin; héme aquí: no seré perfecta, pero todavía puedo atreverme a decir que soy única. No seré linda, pero nadie se parece a mí (posta, os desafío a que encontréis un personaje ficticio o persona pública con la que podáis compararme y decir el trillado "tas iguaaal"). No seré rubia, pero sí soy un poco tonta. Ken no me da ni la hora, pero G.I. Joe me guiña un ojo. Y no tomo champán en vasos de plástico, pero soy auténtica.
Jamás podría ser la chica que sostiene el vaso de chopp pero que no lo prueba, mientras un banana hace payasadas trilladas para llamarle la atención, y ella sonríe, bailando al ritmo de un hit de los 80' remixado por un Dj con onda, en un boliche lleno de gente linda, como sucede en tooodas las publicidades de cerveza.
Yo, en un boliche no puedo soltar el vaso de chopp, y trago la cerveza con fruición, para luego empezar a hacer payasadas, llamando la atención de un banana que quiere levantarme pero no puede igualar mi nivel de bananez, por lo que desiste y se pierde entre un montón de gente con olor a chivo, que baila al ritmo de un hit de Luis Miguel, remixado por un Dj que tiene una Honda, que se pudo comprar luego de ahorrar lo que gana trabajando como repartidor de pizzas.
Las cosas me siguen quedando feas, pero ya no soy una nena. No pertenezco a la créme de la créme, ¡pero al cabo que ni quería!