Está bien conservar ese infantil terror a los truenos, porque anuncian cosas; como que se va a ir la luz, que un rayo fecundó a la madre tierra, que se acerca el diluvio universal.
Pero, sobre todo, sus rugidos son mil maneras de decir un solo insulto y una sola verdad: que somos insignificantes. Tan minúsculos, que sus gritos ensordecedores no van dirigidos a nosotros, aunque aspiremos a ser ombligos de dios. Los truenos, simplemente, son. Y eso es lo que más asusta; quizás nosotros también, simplemente, somos.
No hay para, por, ni hacia. Hay seis mil millones de basuritas apiñadas en un geoide, flotando a la deriva en la garganta de un titán. ¿Cómo no tener miedo? ¿Cómo ahogar el llanto cuando la saliva del gigante azota nuestra ventana? ¿Cómo saber si hoy no nos va a devorar? A él le importa un bledo. Me gustaría ser ese bledo.
En tormentas como esta, me tienta la idea de asomarme a la vereda blandiendo una vara de cobre y esperar que alguna centella me fulmine, antes que terminar en el estómago del universo.
Pero apenas los gritos se acallan, apenas la saliva se seca, me olvido. Vuelvo al mundo virtual, a preocuparme porque no se hayan dañado los electrodomésticos, a elegir la ropa que vestiré mañana, a preguntarme si te voy a encontrar un día. A darte importancia cuando no sé si existís.
Por eso está bien temerle a los truenos. Son muchas -y buenas- las razones para tenerles miedo.
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