PD: Estuve leyendo mis textos anteriores y pude comprobar que
últimamente no estoy escribiendo bien. Lo adjudico a que estoy haciendo las
paces conmigo, mi entorno y el mundo en general. Ya no me enojo tanto. Un poco es resignación,
y un mucho es que estoy canalizando mis fuerzas hacia otras personas (que no
sean mis otras YO). Pero también temo
estar dejando que mi creatividad se escurra.
Porque hacer algo bien cuesta pasión, esfuerzo, hacer carne el camino.
Por eso en muchos ámbitos me va mejor. Y así, pasé de escribir aceptable, a
hacer catarsis y luego a escribir “cacarsis”, si se me permite esta expresión
de mierda recién inventada… creo que me voy a tomar un break para reinventar
este blog. O hacer otro.
lunes, 22 de octubre de 2012
Surreal
Llegué tarde al trabajo, y mi jefe me dijo que me vaya: “Gurisa,
apercibimiento. Cómo me hacés esto, justo hoy que aumentaron
el precio”. ¿El precio de qué? No sé. Lo que sí sabía era que no había sido
buena idea ir al laburo doce horas tarde, descalza, en corpiño y con un tocado
de frutas tropicales en descomposición. De regreso a casa, cuando faltaba una
cuadra para llegar, apareció una vieja muy alta en una bicicleta antigua. Me
obstaculizó el paso y sacó un cofrecito. Yo estaba muerta del cagazo, temblaba
como una hoja y las bananas podridas se caían de mi cabeza. La mujer –que ahora
era joven- abrió la cajita y me mostró un pollito bebé muerto. “¡Tenés que
comer algo!”, jadeaba, y me acercaba el cadáver a la cara. Empecé a gritar,
pero la voz me salía bajita y ronca. El cielo se ponía cada vez más oscuro –olvidé
mencionar que estaba nublado-, se aproximaba un huracán. Salí corriendo, pero
la tipa ni se esforzó en perseguirme. En la calle no había nadie, tampoco los que minutos
antes me esquivaban con la mirada para
no ver un bizarro remedo de Carmen Miranda. Subí a un colectivo que justo pasaba
por allí; estaba lleno de personas conocidas cuyos rostros no me eran para nada
familiares. Eso me perturbó, pero no tanto como la anónima y lasciva tocada de
culo que alguien me propinó, aprovechando que el bondi estaba rebosante de
gente. Bajé del vehículo en marcha, en una avenida sin veredas y flanqueada por
murallas altísimas cubiertas de enredaderas. Caminando contra uno de los
paredones, llegué a una casa. Estaba llena de almas en pena. Entré igual. Una
puerta se azotó y me quedé dura de terror. Intenté escapar por una ventana alta
–aunque a ambos lados había puertas abiertas-, y cuando conseguí trepar,
alguien (o algo) jaló mis pies, pero finalmente me dejó ir. Salí a un patio
antiguo, con galerías, tres puertas, y chivatos de ramas largas. En lugar de
correr, abracé fuerte el tronco de un árbol y me largué a llorar amargamente.
No de miedo, sino porque extrañaba a mi tías abuelas. Al final, salí de la casa: estaba en calle La Paz al 600. Era un atardecer de verano como los de mi
infancia, el cielo estaba dorado, y había olor a tierra mojada. Me encontré a
mi profesor de piano, que me cubrió la espalda con una campera. Y me acompañó.
Creo que a casa.
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