Cada vez que me vienen ganas de llorar para las que no tengo lágrimas, cuando las agujas me pinchan la piel desde adentro, esas noches en que la garganta se sacude en espasmos vacíos, yo tengo un as debajo de la manga. Una amalgama de recuerdos tuyos, reminiscencias de esa noche y del monólogo que le dedicaste a mi autómata -que sólo te devolvía monosílabos-, la despedida antes del “Hola!”, el paseo por Almafuerte, el abrazo frente a la puerta, las lágrimas en el piso mientras me descalzaba las sandalias rojas, y mi estropajo comiendo una Tita en algún banco de plaza.
No importa qué haya pasado en mi día, cuántos amigos haya perdido, ni los cachorritos aplastados por doscientos conductores imprudentes. Nada, pero nada, me ayuda a llorar como lo hace tu involuntario y valioso regalo, que primero no supe aceptar. Gracias. De veras.
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