Esa noche, mientras luchaba contra el sueño -que, por cierto, me estaba abatiendo-, tuve una epifanía: las conversaciones con cada persona pueden tener su correlato en objetos. Recordé una charla que había tenido en el día, y pensé “era un tronco”. Sí, las palabras de esa persona me avasallaban como un rollo de madera, aplastando los palitos -o acotaciones- que yo interponía a su paso. No escuchaba; monologaba.
Con otras personas, las conversaciones han sido videojuego. Interactuábamos, sí, pero con un grupito de reglas muy limitantes y convencionales. Ella sabía lo que yo diría, y yo sabía lo que ella iba a contestar. Los movimientos estaban prefijados, y siempre lo estarán. Pim, pam, pum. Arriba, abajo, abajo, abajo, adelante, adelante + GB. Fatality!
También está esa gente con las que sólo mantenemos charlas cajitas de fósforo: se consumen rápido, en cuestión de segundos. Ambos nos damos cuenta y nos ponemos incómodos. Abrimos la cajita, damos otro chispazo, se apaga enseguida. Silencio incómodo. Raspada. Fueguito. Palito quemado. Silencio.
Y las que más me gustan son las charlas jazz. Sabemos por donde viene la cosa, pero no cómo va a terminar. Cada cual agrega notas, nos vamos por las ramas, nos seguimos mutuamente, pero siempre manteniendo la armonía. Como un piano y un clarinete que juegan, y crean una obra de arte.
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