El agua sabía a deshielo. Era fea,
pero bastante mejor que sus besos en el sueño. No creía que tan
poco bastaría para desencantarse así, en una madrugada. Pero estaba
comenzando a temerlo.
Recordó la pesadilla de la que acababa
de despertar, y se enjuagó la boca, como queriendo quitar rastros de
una saliva etérea. Si no hubiera tenido cerca más que un charco de
agua pútrida, no hubiese dudarlo en beber de él hasta secarlo.
Con el vaso en la mano, se acercó
hasta la ventana y miró el horizonte salpicado de luces tenues.
Miró, no vio. Tomó más, mientras su mente recreaba un rostro con
labios en trompa, estampándose contra los suyos, oprimiéndole las
palabras, llenándoselas de una baba espesa. Los rasgos eran
diferentes cada vez, pero la cara era siempre la misma. Más agua,
necesitaba beber más.
Dio media vuelta y el dedito del pie
derecho se retorció del dolor por el encontronazo con una silla.
Maldijo a mil madres, poniendo énfasis en las eses, y se sentó.
Tomó el último trago y quedó en blanco por un rato, observando la
sombra que la reja de la ventana proyectaba sobre la pared en
penumbra.
Volvió a la cama y enroscó su cuerpo
como un nonato. Cerró los ojos y pidió soñar lo mismo que había
soñado antes, pero sentirse bien. “Un sueño reparador”,
bostezó, mientras oprimía su dedo machacado.